Los niños me exploran, me tocan, me chupan, me llenan de babas, no dejan de moverme. Se creen que soy un juguete. Yo no les digo nada, pero me cansan porque no paran quietos. Me tienen mareada.
No hablo, ni me muevo, tampoco me meto con nadie. No entiendo por qué esa angustia e incertidumbre en algunas personas. Yo no hago nada. Tan solo ofrezco el descanso.
Y en cambio, algunos me cargan con todo el peso emocional a mis lomos. A veces me gustaría ser sorda para no escuchar esas conversaciones de tensión y de miedo. Me ponen nerviosa. ¡Qué desgaste! ¡Lo que tengo que aguantar!
Bien es cierto que también hay algunos, aunque son los menos, que parece que se dan cuenta de que existo, que no dicen nada ni se mueven, solo ojean el móvil. ¡Qué relax! ¡Qué calma!
Pero otros, qué brutos, parece que me dan coces con las piernas. ¡Qué dolor de patas! Y cuando se van... ¡qué agusto me quedo! descansando en mi rinconcito. Aunque será por poco tiempo. Porque al día siguiente... ¡vuelta a empezar! la misma historia de todos los días en la sala de espera de la Clínica del Odontólogo.