Como cada día, Eva, lo primero que hacía al despertarse, era subir la persiana y abrir, de par en par, la ventana de su habitación, para respirar el aire de la mañana, estirarse y sonreir al nuevo día.
Lo que ella desconocía era que, tras las rejas de las persianas caídas, el vecino de enfrente la espiaba con unos prismáticos, sin quitarla ojo, desde el primer segundo que ella asomaba su cabeza y dejaba entrever su esbelto cuerpo.
Desde hacía tiempo, Juan, conocía perfectamente, cada lunar de su cuerpo, la talla de sujetador que usaba, el color del tanga que cada mañana se ponía, e incluso, los vestidos que ella guardaba en su armario.
Ella era su única obsesión de cada día, su Diosa seductora, para él contemplarla era su única religión, ver cómo se desprendía, suavemente, de su blanca camisola, dejando desnudos sus enormes pechos, que eran su devoción, los que tanto le excitaban cuando se movía y se erizaban sus pezones.
La contemplaba extasiado, cuando ella durante largo rato posaba desnuda frente al espejo, o cuando se volteaba mientras se agachaba para coger una prenda, asomando en primera plana sus glúteos, o al caminar perdiéndose por el pasillo hasta el cuarto de baño, el que tanta rabia le daba, porque jamás pudo ver más allá detrás de la puerta, que siempre la cerraba, y no era de cristal, y tan solo podía dejar volar su imaginación para encontrarse con el sonido del agua de la ducha resbalando sobre su sensual cuerpo enjabonado y el chirriar al aclarar su largo cabello.
E impaciente, miraba de vez en cuando, las agujas del reloj que parecía se habían quedado pegadas, hasta que la puerta se abría, y la veía aparecer, tan seductoramente mojada, que era imposible contener su excitación, que incluso, hasta sus pupilas se humedecían y dilataban tras los prismáticos.
Sus ansias locas de intentar acercar más sus ojos hasta querer tocar su cuerpo empapado de agua, imaginando ser su tacto, sus manos y sus dedos, para secar con la toalla su piel sedosa, como ella hacía con esos movimientos ondulantes, friccionando su sexo delicadamente, y esparciendo, suavemente, una crema, por sus pechos, sus esbeltas piernas, su vientre, sus nalgas, su pubis, sus glúteos, los cuales eran para él su paraíso.